Un barco hecho de estrellas
Aprendió de su abuelo a hacer barquitos de papel. Los dedos de él tenían una habilidad especial para doblar las hojas de los periódicos infinidad de veces, hasta reducirlas a una especie de cajita que luego empezaba a abrir, cual rosa desplegando lentamente sus delicados pétalos.
Imagen creada con IA por Miguel A.L.M. (Tarkion) |
Elisa era muy niña, pero también muy testaruda. Cuando le daba por algo, daba la sensación de que no tenía ojos ni paciencia para nada más, aunque su abuelo siempre había sabido cómo impresionarla con pequeñas cosas que estimulaban su creatividad. Ella se concentraba en cada movimiento de aquellos dedos de él, que no parecían dudar nunca, maravillándola con cada despliegue de velas y sueños.
Pese a que lo intentó muchas veces, Elisa nunca logró aprender el secreto que guardaban las pajaritas, pero los barcos siempre se le dieron bien. Los hacía de distintos tamaños, colores y texturas. Cualquier papel que caía en sus manos era susceptible de acabar convertido en uno de aquellos veleros que luego intentaba hacer navegar en la orilla de la playa. Pero el agua no estaba por la labor de aliarse con los vientos que dirigían sus sueños y lamía, implacable, los cascos de los pequeños veleros hasta deformarlos. Aunque Elisa no se achantaba ante las primeras dificultades y, una y otra vez, lo volvía a intentar probando materiales más resistentes que el papel, como las cartulinas o el papel pintado que le sobraba a su madre cada vez que empapelaba una habitación. Pero sus dedos no podían moverse con la misma libertad y desplegar lo que antes había doblado para darle la forma definitiva cada vez le resultaba más costoso y, al final, todo acababa con idéntico resultado en cuanto sus creaciones tocaban el agua.
Con el tiempo, su obsesión por la papiroflexia fue cediendo y descubrió otras formas de disfrutar del papel al empezar a ir al colegio. Cuando aprendió a leer sintió cómo si hubiese descubierto una puerta secreta que le daba acceso a un mundo completamente nuevo. Sus primeros cuentos le mostraron un universo paralelo en el que todo era posible, incluso lograr que pudiesen navegar los barquitos de papel.
Aquellas hadas con baritas mágicas que podían convertir una calabaza en una carroza o un humilde mandil manchado de ceniza en un imponente vestido de princesa la mantenían con los pies muy por encima del suelo.
De los cuentos pasó a los tebeos y a los libros de aventuras. Historias de niños valientes que se atrevían a batallar con dragones o de piratas vikingos que se hacían al mar en temibles naves que desafiaban las tempestades se abrían ante su joven mente imprimiéndole un irrefrenable deseo de experimentar la vida bajo otra piel y en otros lugares distintos al pueblo donde vivía. No podía dejar de leer, porque mientras leía conseguía olvidarse de quien era ella en realidad: una niña a quien, pese a que se lo daban todo, no le daban lo más importante: un entorno seguro. Porque su casa era como una olla de grillos en la que sus padres nunca dejaban de discutir ni de recriminarse cosas muy feas. Elisa era hija única y, aunque tenía varios primos y en el colegio había hecho buenos amigos, siempre estaba sola. No acababa de fiarse de la gente y prefería refugiarse en sus libros para no tener que dejar entrar a nadie en su parcela de intimidad.
En cuanto oía los primeros gritos y sentía peligrar los platos vacíos que bailaban sobre el mantel se encerraba en su habitación y buscaba el abrigo de aquellas historias que nunca la defraudaban. Como por arte de magia, al sumergirse en ellas, conseguía soltar amarras, ocupar el casco de uno de sus veleros de papel y hacerse a la mar sin mirar atrás y sin miedo a hundirse porque, en la imaginación, la voluntad lo podía todo.
Muchos años después, Elisa había repetido, casi sin darse cuenta, el mismo patrón aprendido de su atormentada madre. Como ella, también sufría malos tratos verbales por parte de su pareja y ya no podía encerrarse en su habitación para huir del peligro, porque había aprendido que los adultos no podían escapar de la realidad a la que ellos mismos habían consentido condenarse. Pero seguía contando con el apoyo incondicional de sus libros y, siempre que le era posible, salía de casa con alguno de ellos en las manos y se echaba a andar por senderos que siempre la acercaban a la orilla del lago que había descubierto poco después de establecerse en el pueblo al que se había mudado con su pareja. Aquel rincón del mundo se había convertido en su refugio. Siempre que llegaba hasta allí, se sentaba sobre un viejo tocón y leía hasta que la aparición de las primeras estrellas le indicaba el momento de volver a su casa.
El último de aquellos días, mientras estaba inmersa en los versos de su poeta preferido, el cielo se cubrió de un manto azul oscuro que, en un instante, acabó cuajado de estrellas. Con los ojos fijos en ellas, Elisa sintió un escalofrío. Cada vez le parecían más grandes y tenía la certeza de que se movían. Una a una se fueron acercando y cayeron en las aguas del lago. Lejos de precipitarse hacia el fondo, flotaban con medio cuerpo sumergido en el agua oscura. Elisa no podía creer lo que veía: eran como los barquitos que, siendo niña, nunca consiguió que navegaran. Aquellas estrellas, en cambio, se mantenían a flote y empezaban a unirse las unas a otras, formando una única estrella mucho mayor y muy brillante en la que a Elisa le apeteció mucho embarcarse. Maravillada por el momento que estaba disfrutando, no miró atrás y empezó a alejarse de la orilla. Por fin iba a ver cumplido su sueño de niña: navegar hacia su propia libertad.
Al día siguiente la encontraron muerta junto a la orilla del lago. A sus pies lloraba un libro abierto por una página que hablaba de un barco hecho de estrellas.
Estrella Pisa.
1000 palabras
Relato creado a partir de la imagen de Miguel A.L.M (Tarkion) para el nº 22 de la revista Me gusta leer, de Merche Soriano.
Que bonito tu relato, final triste, pero lleno de ternura.
ResponderEliminarUn abrazo!
Muchas gracias, Dakota.
EliminarMe alegra que te haya gustado. La muerte siempre es triste, pero es parte de la vida.
Un abrazo enorme.
Hola, Estrella. Me ha encantado tu relato. Esa niña aprendiendo a hacer barquitos de papel, los libros como refugio de una realidad dolorosa, esos barquitos que se convierten al final en una metáfora de su necesidad de escapar hacia la libertad.
ResponderEliminarSu trágico final también hace pensar en lo que recibimos de nuestro entorno, y como nos afecta y nos moldea. Y, sobre todo, el inmenso poder que los libros y la imaginación pueden ejercer en algunas personas.
Un placer haberte leído.
Un abrazo!!
Muchas gracias, Beatriz.
EliminarMe alegra que te haya gustado.
A lo largo de la vida, vamos acumulando anécdotas con muchas personas. Cada una de ellas nos va moldeando un poco, igual que lo hacen los libros que leemos y lo que nos permitimos sentir, porque a veces queremos controlarlo tanto todo que no nos damos permiso ni para emocionarnos.
Algo tan simple como aprender a hacer barquitos de papel, me ha bastado para desenredar una historia que, aunque tenga un final triste, me ha encantado escribir, porque la libertad se puede alcanzar de muchas formas y los libros siempre son una puerta abierta por la que aventurarnos a conquistarla.
Un abrazo enorme.
Estrella, has escrito un cuento que se siente más cerca de la piel que de la tinta.
ResponderEliminarMe ha impresionado la delicadeza con la que construyes este puente entre infancia e intimidad adulta, usando un barquito de papel como hilo conductor emocional. Esas estrellas que al final se convierten en embarcación no son solo una imagen bella: son la síntesis de una vida entera buscando refugio, buscando salir. Y lo logran. Conmueve mucho.
Elisa se queda contigo. No solo por su dolor sereno, sino por la verdad con la que la has contado. Y ese final… ese final respira una melancolía luminosa que cuesta soltar. Enhorabuena, compañera.
Un abrazo grande, y gracias por esta travesía.
Muchas gracias, Miguel.
EliminarPor tu generoso comentario y por la bella imagen que me asignaste para que idease mi relato a partir de ella. Fue verla y recordar lo mucho que, de niña, me gustaba hacer barquitos de papel. Pero también me han gustado siempre las imágenes especulares. Esos barquitos reflejados en el agua, dejaban de navegar para empezar a brillar como estrellas. Y esos libros abiertos, invitando a la protagonista a volar, me bastaron para empezar a tirar de un hilo que dio para mil palabras.
Un abrazo enorme.
Espero que esta solo sea la primera de muchas otras travesías.
Quiero pensar que la pequeña Elisa ahora también es una estrella...
ResponderEliminarYo también, Cabronidas.
EliminarMuchas gracias por leerlo y comentarlo.
Un fuerte abrazo.
Cómo has ido cambiando el relato desde el principio hasta la parte central, Estrella. Cuando prometías una cosa, mostrabas otra diametralmente opuesta. Ese final amargo en el que desemboca tiene un halo de disolución en la esperanza de algo mucho mejor que su vida.
ResponderEliminarUn enorme abrazo :-)