Con los pelos a su aire

 

Foto de mi autoría.
-   Podrías peinarte antes de salir a la calle - le espetó su hermana mayor cuando la vio aparecer por la cafetería en la que habían quedado.
-   No te metas otra vez con mis pelos. Como podría explicarte Quino, por boca de Mafalda, "mis cabellos tienen libertad de expresión". 

Las dos hermanas no podían ser más diferentes. Carla, la mayor, era de esas mujeres que no salen a la calle sin maquillar ni sin taconazos ni para ir a la vuelta de la esquina a tirar la basura. Agobiada desde que tuvo uso de razón por lo que pudiesen decir de ella los demás, se acostumbró a vivir ciñéndose a unas rutinas y protocolos que no le permitían dejarse llevar simplemente y disfrutar abiertamente de cada etapa. Todo en ella carecía de naturalidad y, por más que se esforzara, costaba trabajo tomársela en serio, porque daba la impresión que hablaba hasta donde creía que podía hablar y se comprometía lo justo con quienes la rodeaban.

Lucía, en cambio, nunca había perdido el tiempo en disfrazarse de lo que sabía que no era. Para ella la ropa cumplía la única función de cubrir su desnudez y le daba lo mismo un pantalón vaquero desgastado que un vestido comprado en una tienda de segunda mano. Nunca le preocupó que las prendas elegidas combinasen bien entre ellas ni tampoco se prodigó demasiado por las peluquerías. Cuando acudía a ellas era porque el pelo le había crecido tanto que ya no se dejaba recoger en una pinza y le causaba un calor insoportable.

Carla no desaprovechaba ninguna ocasión para recordarle a Lucía lo desastre que era. Pero Lucía, lejos de ofenderse por ello, siempre echaba mano de su excelente sentido del humor para quitarle hierro al asunto y dejar descolocada a su hermana.

 -   Deberías usar Remescar para esas ojeras. Te quitarías diez años de encima, Lucía.

 -  ¿Tú crees? 

 -  Sí, a mí me va de fábula. Mira mi cara: lisa como cuando tenía veinte años. 

 -  Ya, pero ¿sabes qué pasa Carla? 

-   Que la cosmética y tú sois como el agua y el aceite. 

-  Bueno, eso también, pero iba a explicarte otra cosa: Creo que a ti te funcionan esos potingues que usas porque tu vida de ahora te hace infeliz y querrías volver a la de tus veinte años. A mí, en cambio, esas cremas me patinarían, porque estoy muy a gusto con mis cincuenta y para nada me gustaría volver a ninguna época de mi pasado. Ya las viví, ya las disfruté como quise y con quienes quise. Ya sé que bajo mis ojos, más que bolsas, lo que me cuelga parecen bolsillos. Y que tengo muchas manchas en el rostro porque me he pasado la vida saludando al sol con alegría. Y que las arrugas me surcan el rostro como si pretendieran reproducir un mapa de carreteras, entre otras razones, porque me he dado permiso para reírme mucho. Y que mis canas te escandalizan a ti y a todos los que abogan por la eterna juventud sin querer ser conscientes de que somos sistemas biológicos con fecha de caducidad, como todo lo que está vivo. Pero, ¿sabes qué? Yo estoy encantada con la imagen que me devuelve el espejo todas las mañanas porque en ella reconozco a la persona que siento que soy. ¿Tú puedes decir lo mismo antes de maquillarte todas las mañanas?



Estrella Pisa

Comentarios

  1. ¡Hola, Estrella! Sin duda que los potingues decaen frente a la naturalidad. Porque esta aporta al rostro frescura y sinceridad y eso es lo que lo hace atractivo, por supuesto que eso no significa ser desastrado, pero con agua y ejercicio basta y sobra. Estupendo y pedagógico relato. Un abrazo!!

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