La caja de los valores perdidos
El abuelo Joan era un viejo
cascarrabias y tozudo, que siempre explicaba las mismas batallitas a quien
tuviese la paciencia de escucharlo, sin tener miedo de hacerse pesado.
Era un hombre que siempre
presumía de haberse hecho a sí mismo y de no deberle nada a nadie. Orgulloso y
algo prepotente, había educado a tres hijos para que acabasen convirtiéndose en
personas que se lo mereciesen todo sólo por el hecho de ser quienes eran.
Pese a su sacrificio, su madre
no perdía ocasión de recordarle que nunca llegaría a ninguna parte, porque no
valía nada. Según ella, los pobres carecían de valor. Su padre negaba con la
cabeza y, cuando ella no le podía oír, le pedía a su hijo que no se lo tuviese
en cuenta y que no creyese lo que ella le decía, porque los valores nada tienen
que ver con la pobreza o la riqueza de las personas.
Pero Joan, de quien no hacía
caso, era de su padre. Y no dejaba de prometerle a su madre que algún día sería
tan rico que le podría comprar una buena casa y llenarle los armarios con los
mejores vestidos, que podría lucir con un montón de joyas. La mare se reía y le
decía que siempre sería un soñador y un infeliz.
Los años transcurrieron deprisa
y, más que vivirlos, a Joan le pasaron por encima. Pero él no fue plenamente
consciente de ello hasta el día en que se jubiló y, frente al espejo, se
encontró a un señor que le recordaba a
su padre. Le costó mucho aceptar que se había hecho mayor y que la vida
continuaba sin él. Sus hijos le habían tomado el relevo en las empresas que él había
creado y le habían dejado muy claro que no querían que se acercase a ninguna de
ellas.
Aburrido y sin saber cómo llenar
su tiempo, empezó a visitar con frecuencia a su viejo padre en la residencia
geriátrica a la que él mismo había decidido irse a vivir al morir su esposa. Su
padre ya no era aquel hombre que, de joven, le había parecido tan gris y
pasivo. Tras la muerte de la madre de Joan, se había convertido en un persona
más decidida y había aprendido a llenar sus días de un sentido que nunca antes
le había sabido encontrar a la vida. En la residencia participaba en muchas
actividades. Durante el día tenía predilección por las manualidades y por la
jardinería. Al anochecer, disfrutaba leyendo en la sala donde se ubicaba la
biblioteca. Siempre le había gustado leer, cultivar el espíritu con la
filosofía y los versos de poetas como
Antonio Machado o Miguel Hernández. El caso es que su mente siempre
se mantenía ocupada y él se sentía en paz con el mundo y consigo mismo.
El día que la esposa de Joan
decidió reunir a toda la familia para
celebrar los 70 años de su marido. Joan estaba extraño y permanecía muy
callado. A su alrededor, sus hijos, nueras, yernos y nietos hablaban de lo que
habían comprado y de los lugares donde habían pasado las vacaciones del último
año. Las conversaciones se llenaban de marcas comerciales y de cifras
monetarias que dejaban temblando las tarjetas de crédito. Él les observaba i se
sentía totalmente fuera de lugar, pese a que una parte de sí mismo se reconocía
en esa manía de disponer de mucho dinero para poder tenerlo todo, para poder
vivir como los ricos de verdad.
-
Abuelo, ¿te ocurre algo hoy?
-
No, ¿por qué me lo preguntas, Pol?
-
Porque no parece que estés celebrando tu cumpleaños. Estás muy callado
y tú, normalmente, no paras nunca de hablar.
-
¡Cierto! ¡Me has enganchado! Sólo estoy algo cansado.
-
¿Es por la muerte de tu padre?
-
Podría ser, sí.
-
Pero abuelo, tu padre tenía 98 años. Ya era muy mayor …
-
Sí, Pol. Pero el padre nunca deja de ser el padre, tenga 40 o tenga
100.
-
¿Le querías mucho?
-
No te sabría decir… Siempre me entendí mejor con mi madre.
-
Él, ¿te trataba mal?
-
¡No! Todo lo contrario. Era ella quien me machacaba continuamente. Él
siempre fue un hombre muy calmado y muy amable con sus hijos y con todo el
mundo.
-
Entonces, ¿por qué la querías más a ella?
-
No es que la quisiese más, sino que la temía más. Me hacía sentir muy
poca cosa y todo mi empeño era poder llegar a demostrarle que yo era mejor de
lo que ella pensaba.
-
Y tu padre, ¿qué te decía?
-
Que no se lo tuviera en cuenta, que, para él, yo siempre tendría mucho
valor y que no necesitaba que le demostrase nada más.
-
¿Sabes, abuelo? Mi padre también me dice lo mismo cuando mi madre me
riñe y me asegura que nunca serviré para gran cosa.
-
¿Eso te dice tu madre?
-
Sí, abuelo. Es muy estricta conmigo. Dice que le recuerdo a su abuelo,
es decir, a tu padre.
-
Ahora que lo dices… un parecido con mi padre sí que lo tienes.
-
Y eso, ¿es bueno o es malo?
-
Eso es el mejor regalo que me podrías hacer hoy, Pol. Tener un nieto
que se parece a mi padre es la mejor manera que podía escoger la vida de
sorprenderme.
-
¿Lo dices de verdad?
-
¿Cuándo te he engañado yo?
Joan miró con atención a su
nieto y, guiñándole el ojo derecho, le invitó a que le siguiese hasta su
despacho:
-
Cierra la puerta y corre el pestillo, que no quiero que nadie nos
moleste. Quiero enseñarte una cosa que, estoy seguro, de que te gustará mucho.
Pol era un niño de once años a
quien sus hermanos y su madre no dejaban de tachar de demasiado infantil y
fantasioso. Leía muchos libros de aventuras y siempre tenía la imaginación en
marcha para maquinar cualquier historia increíble.
Le gustaba pensar que nada era
imposible si alguien se lo proponía con ganas y determinación. A veces
fantaseaba con la idea de hacerse arqueólogo, como Indiana Jones, y viajar por
todo el mundo con unas botas de montaña y una mochila, excavando cuevas y
tumbas y descubriendo culturas antiguas. Otras veces pensaba en hacerse médico
y marchar como voluntario a cualquier país del tercer mundo, colaborando con
alguna ONG y, casi siempre, se imaginaba
llevando una vida sencilla, apartado de las ruidosas y contaminadas ciudades,
perdiéndose por las montañas, cuidando su propio huerto ecológico y disfrutando
de la familia que formaría con una chica que no le faltase al respeto como
hacía su madre con su padre y que no le exigiese tantos ingresos, pero le diese
más besos.
Cuando Pol se lo explicaba a su
abuelo, Joan soltó una carcajada.
-
La abuela, en cambio, siempre ha sido muy cariñosa.
-
Tu abuela es la mejor compañera que me ha podido tocar en suerte en la
vida. Ella sí que me ha apoyado siempre, teniendo que hacer muchas veces de
padre y de madre de nuestros hijos. Y nunca me ha recriminado nada por las
muchas horas que pasaba fuera de casa, en el despacho o de viaje.
-
¿Por qué viajabas tanto?
-
Porque las empresas no se montan ni crecen solas, Pol. Hace falta
invertir mucho tiempo y mucha dedicación
y, cuando menos te lo esperas, se te ha escapado la vida.
-
Pero tú aún eres joven y ahora tienes todo el tiempo del mundo para ti
y para estar con la abuela.
-
Sí, Pol. Pero ahora me duele todo y el cuerpo no me sigue como yo
quisiera.
-
¿Qué me querías enseñar?
-
Pues nada menos que la herencia que me ha dejado mi padre.
-
El dinero no me sorprenderá, abuelo. Ya sé cómo es y no me quita
precisamente el sueño.
-
Y, ¿quién te ha dicho que se trate de dinero? Mi padre sólo disponía
de su pensión y la invertía casi toda en pagarse la residencia. Nunca aceptó
que se la pagase yo.
-
Pero tenía la casa en la que había vivido con tu madre.
-
La casa no estaba a su nombre, sino al de mi madre. Cuando se la
regalé, nunca quiso constar como copropietario de la misma. Al morir mi madre,
ésta se la dejó en herencia a mi hermano pequeño, pasando mi padre a ser
usufructuario de la casa hasta que muriese. Pero mi padre, tozudo como era,
hizo la maleta y se fue a vivir a la residencia, dejándole vía libre al tío
Pere.
-
Tu hermano Pere, ¿es el que, durante la comida, comentaban que se ha arruinado?
-
El mismo. Nunca estuvo capacitado para los negocios y tampoco le gustó
demasiado trabajar. Pero su vida es problema suyo.
-
¿No le podrías ayudar?
-
Me he pasado la vida ayudando a mi madre y a mis hermanos. Y el único
que me ha demostrado agradecimiento es, precisamente, el que nunca me ha pedido
nada ni ha permitido que le ayude.
-
Tu padre.
-
¡Exacto!
-
¿Qué herencia te ha dejado?
-
Su ejemplo, Pol.
-
No acabo de entenderte…
-
A ver… Comenzaré por el principio. Cuando mi padre determinó irse a
vivir a la residencia, yo me lo tomé muy mal y estuve unos cuantos años sin ir
a visitarlo, ni preocuparme de llamarlo para saber cómo estaba. Sabía de él por
mis hermanos. Me constaba que estaba bien y que se había adaptado con mucha
facilidad al lugar y a sus compañeros. Pero todo empezó a cambiar cuando me
jubilé y mis propios hijos me invitaron a no volver a pisar mis propias
empresas. De repente, sentí que les estorbaba, que prescindían de mí como de un
pañuelo de papel y me deprimí. Por primera vez en mi vida me sentí un inútil i
tuve mucha suerte de poder contar con el apoyo incondicional de tu abuela
quien, un día, como quien no quiere la cosa, me dijo: “Joan, esta tarde voy a
ir a visitar a tu padre a la residencia. ¿Por qué no me acompañas?”
-
Y tú, ¿qué le respondiste?
-
Pues que, “¿por qué no?”
-
Y, ¿qué te dijo tu padre, después de tanto tiempo?
- Que
sabía que aquel día llegaría y se sentía muy dichoso de haber vivido tantos
años porque la espera había merecido la pena. A partir de aquel día, le visité
cada semana. Siempre me esperaba en el jardín y siempre me recibía con una
sonrisa. Me escuchaba, me calmaba y me explicaba anécdotas de cuando él era
joven y de cuando yo era pequeño. Me refería que yo había sido un niño muy
despierto y con muchas ganas de comerme el mundo, pero que me habían podido la
ambición y la manía de intentar satisfacer los caprichos de mi madre.
- Y, ¿era verdad?
- Sí, Pol.
Desgraciadamente, mi padre me conocía mucho mejor que yo mismo. La última vez que
le vi, me dio un consejo que conservo grabado a fuego:
“Deja de ayudar a los
desagradecidos; deja de perder noches de sueño por las preocupaciones de los
demás. La vida es un bien personal e intransferible que hemos de aprender a
gestionar por nuestra cuenta y riesgo. Empieza a ocuparte de ti mismo. Aprende
a ser quien tú quieras ser y no aquél que los demás esperan que seas. Atrévete
a volver a ser aquel niño que, a mis ojos, siempre fue tan valioso. Deja de
huir de ti mismo, Joan. Encuentra el camino de retorno a casa y reencuéntrate
con la caja de los valores que tú creías perdidos y yo siempre te guardé, para
cuando volvieses.”
No entendí a qué se refería con
esto de la “caja de los valores”, pero al día siguiente nos llamaron de la
residencia para comunicarnos que mi padre había muerto plácidamente durante la
noche.
- Lo recuerdo, abuelo, y
también recuerdo que estabas muy trastornado y como ausente.
- No dejaba de pensar en
él y en todos los años que había preferido no verlo ni escucharlo. Tampoco
dejaba de pensar en lo que me había dicho la última tarde que compartimos entre
las prímulas amarillas que había plantado en el jardín. Quizá ya empezaba a
entender el sentido de sus palabras. Descubrí que, alejándome de él, no huía de
lo que él me pudiese explicar, sino de lo que yo pudiese sentir. No tenía miedo
de él, sino de mí mismo.
- ¿Cómo puedes tener
miedo de ti mismo, abuelo?
- Muy fácil, Pol: Cuando
las personas sentimos una cosa, pero nos empeñamos en hacer la contraria, al
mirarnos en el espejo, acostumbramos a sentir vergüenza de lo que vemos.
- Y a ti, ¿te pasa eso,
abuelo?
- Me pasaba hasta que mi
padre me abrió los ojos.
- ¿Cómo lo hizo?
- Un día me explicó que
en el mundo hay, principalmente, cuatro clases de personas: los pobres que
tienen dignidad, los pobres que la han perdido, los ricos que tienen dignidad y
los ricos que la han perdido.
- Y, ¿cómo los
diferencias?
- Mirándolos a los ojos
y comprobando si están satisfechos con ellos mismos o no. Tú puedes ser pobre,
pero sentirte muy satisfecho con el tipo de vida que tienes, lo que sientes y
las cosas que haces. El problema lo tendrás si, siendo igual de pobre, te dejas
la vida para intentar imitar a los ricos, haciendo cosas que no habrías hecho
nunca de no haber optado por dejar de escucharte a ti mismo. Por otro lado,
también puedes ser rico y sentirte muy satisfecho con el tipo de vida que
tienes, lo que sientes y las cosas que haces. Pero el problema vendrá si
pierdes el control y dejar de darle al dinero y a las personas el valor y la
importancia que realmente tienen, si te conviertes en una persona soberbia y te
crees por encima del bien y del mal, pensando que con dinero todo lo puedes
comprar, incluso las personas.
- Y tú, ¿cuál de estos
cuatro tipos de personas crees que tendríamos que ser para ir bien?
- Pobres o ricos, pero
dignos, Pol. No hay nada de malo en tener dinero, pero sin olvidarnos de nuestro
punto de partida ni de ser quienes somos realmente.
- Creo que lo entiendo,
abuelo. Tú quisiste dejar atrás tu pasado y ser una persona diferente, pero tu
padre siempre procuró recordarte quién eras, para que no perdieses tu dignidad.
- Exacto, Pol. Unos días
después de su muerte, cuando la abuela y yo volvimos a la residencia para
recoger las escasas pertenencias de mi
padre, la responsable de la planta en la que él había vivido los últimos veinte
años, me entregó una caja que debía hacer medio metro cuadrado aproximadamente,
pero en cambio apenas pesaba. “Dentro encontrará la herencia que le ha querido
dejar su padre. Piense que trabajó durante años en los detalles de su contenido
y que en su empeño vertió todo su amor y toda su creatividad.”
Al llegar a casa abrí la caja y me encontré con esta joya.
Joan le mostró a su nieto una vitrina de cristal en cuyo interior se
exponía una maqueta que recreaba una casa humilde y un jardín inmenso, repleto
de árboles y de muchas flores, con un camino hecho de pequeñas piedras que,
partiendo de la puerta de la casa se perdía entre unos bloques de pisos que
recreaban una ciudad muy adornada por las luces y por el humo.
Pol miró a su abuelo con cara de circunstancias y le dijo:
- ¿Esto es la herencia
de tu padre?
- ¿No te gusta?
- No le encuentro el
sentido, abuelo.
- ¿Qué crees que
representa?
- Pues lo que se ve: una
casa pequeña, rodeada por un jardín demasiado grande y un camino que conduce a
una ciudad. ¿Qué significa para ti, abuelo?
- Acércate más y fíjate
en las piedras del camino.
Pol obedeció a su
abuelo y enfocó su atención en unas piedras blancas y en el hecho de que cada
una llevaba escrita una palabra: libertad, amor, paciencia, honradez, respeto,
empatía, sinceridad, ilusión, perseverancia, humildad, autoestima y dignidad.
- ¿Sólo ves las piedras
blancas, Pol?
- Ahora veo que también
hay otras negras con palabras escritas en blanco.
- Y, ¿qué palabras son?
- Orgullo, impaciencia,
ambición, soberbia, rencor, vergüenza y soledad. ¿Cómo es que hay más piedras
blancas que negras, abuelo?
- Pues, porque este
camino representa el recorrido de la vida y, en la vida, hay más cosas buenas
que malas. Con estas piedras, mi padre me demostró que, dejándome llevar por mi
deseo de convertirme en un hombre rico, acabé siendo sólo un pobre hombre. Las piedras
blancas representan todos los valores que fui perdiendo por el camino y que mi
padre fue recogiendo y transformando en esta maqueta para que pudiese
recuperarlos cuando me decidiese a retomar el camino de vuelta a casa, a mí
mismo.
- Visto así, sí que es
sorprendente. Y, ¿todo esto lo hizo tu padre con sus manos?
- Sí, Pol. Siempre fue
muy hábil con las manos y le gustó mucho la jardinería. Decía que “un hombre es aquello que siembra”. Por
eso el jardín de la maqueta es mucho más grande que la casa.
- Parece el cuento de
Pulgarcito.
- A lo largo de tu vida,
conocerás a más Pulgarcitos de los que ahora crees, Pol. Pero todos, tarde o
temprano, encontramos el camino de regreso a casa y recuperamos los valores que
creíamos perdidos cuando volvemos a rodearnos de aquellos que nos importan de
verdad y podemos hacer las cosas que nos hacen sentir orgullosos de nosotros
mismos.
Alguien golpeó la
puerta y llamó a Pol. Lo reclamaban porque toda la familia salía en ese momento
hacia la iglesia. Al descorrer el pestillo y abrir la puerta sintió cómo si una
pantalla de cristal se hiciese añicos antes sus ojos y todo él se transformaba
en otra persona. Al mirarse las manos, se estremeció al descubrir las manos de
un hombre y el espejo del pasillo le devolvía una imagen de sí mismo que no
reconocía, vestido con un traje oscuro y una corbata que le hacía parecer
demasiado serio. Estaba a punto de gritar cuando apareció Mariona, recordándole
que debían apresurarse porque ya todos habían salido hacia la iglesia.
- ¿Qué hemos de ir a
hacer a la iglesia?
- El funeral de tu
abuelo, Pol. Siempre estás en la luna.
- ¿Has dicho funeral?
Pero si mi abuelo está vivo. Acabo de estar con él en su despacho y hemos
mantenido una conversación sorprendente.
- Pol, entiendo que estés
muy afligido por su pérdida y que el dolor te haga ver lo que no es, pero tu
abuelo murió hace una semana.
- Pero si está aquí
dentro, en su despacho, con la caja de los valores perdidos.
- Ni éste era su
despacho, ni tampoco ésta era su casa. Es tu despacho y estamos en nuestra
casa, Pol.
- Pero…
Pol volvió a entrar en
el despacho y descubrió que la estancia era muy diferente de la de hacía un
rato. El mobiliario era más moderno y la luz mucho más natural que la del
despacho de su abuelo.
- ¿Qué ibas a decir,
Pol?
- Es igual. Tienes
razón. Debo haber soñado con mi abuelo este rato que he pasado en el despacho.
- Por cierto, ayer tu
madre me trajo una cosa para ti. Dijo que tu abuelo te la había dejado en
herencia.
- ¿Dónde está?
- La dejé en tu
despacho. Es raro que no la hayas visto porque ocupa buena parte de tu mesa.
Entonces miró hacia la
mesa y descubrió la caja. De alguna forma intuía lo que hallaría en su
interior, pero le costaba creerlo. Le temblaban las manos y la voz.
- Ayúdame a abrirla,
Mariona. Yo solo no podré hacerlo. La emoción que me embarga es más fuerte que
mi voluntad.
- Pero Pol, ¿qué tienes?
¿No puedes esperar a que regresemos de la iglesia?
- No pienso asistir a
ningún funeral, Mariona. Mi abuelo no está allí, sino dentro de esta caja.
- ¿Qué dices ahora? Me
estás asustando.
- No Mariona. No has de
tener miedo. Abramos la caja y lo entenderás todo.
Al confirmar que el contenido de la caja era la vitrina de cristal con
la maqueta que había fabricado para su abuelo su bisabuelo, Pol empezó a llorar
y Mariona entendió de qué iba toda aquella misteriosa historia. En lugar de ser
ella la sorprendida, fue ella quien le sorprendió a él:
- Cuando yo era pequeña,
junto a mi hermana mayor y mis primas, vivimos unas cuantas aventuras muy
similares a la que tú acabas de vivir con tu abuelo. Nosotras también pudimos
hablar con nuestro abuelo, a quien no habíamos conocido en vida porque había
muerto muchos años antes de que naciesen sus nietas. Viajamos en el tiempo a
lugares tan increíbles como Fernando Poo o la Isla del fuego, sin necesidad de
movernos de casa, y aprendimos que una
vida sin valores es una vida perdida, Pol. Guarda este tesoro que
te ha legado tu abuelo y nunca olvides lo que, a través de una realidad
paralela, él te ha enseñado esta tarde.
- ¿Qué quieres decir con
eso de “una realidad paralela”?
- Sería muy largo de
explicar y hoy ya has vivido demasiadas emociones, Pol. Quédate con el hecho de
que, a veces, los caminos de los
sentimientos se separan de los caminos de la lógica para ayudarnos a entender porqué estamos aquí y qué
hemos venido a hacer.
- Mi abuelo siempre
decía que le recordabas mucho a mi abuela.
- Es curioso… a mí
siempre me decía que tú eras tan especial como su padre.
Estrella Pisa
7 de febrero de 2020
¡Hola! Sigo merodeando tus rumbos y me encontré con tus otros dos blogs. De uno de ellos no pude comprender por el idioma, pero aquí me he llevado una muy grata sensación, me deja mucho esto que he leído y te lo agradezco de verdad. No pude despegar los ojos de la lectura. Gracias por eso y seguiremos, un abrazo muy fuerte !
ResponderEliminarMuchas gracias Maty. Me alegra que te gusten mis relatos. Sobre el blog Creant llibertat, decirte que si usas el traductor, que está justo encima de cada post, podrás leer su contenido en castellano, sin problema. Un fuerte abrazo.
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