La caja de los valores perdidos



El abuelo Joan era un viejo cascarrabias y tozudo, que siempre explicaba las mismas batallitas a quien tuviese la paciencia de escucharlo, sin tener miedo de hacerse pesado.

Era un hombre que siempre presumía de haberse hecho a sí mismo y de no deberle nada a nadie. Orgulloso y algo prepotente, había educado a tres hijos para que acabasen convirtiéndose en personas que se lo mereciesen todo sólo por el hecho de ser quienes eran.

Nunca perdió de vista la pobreza en la que se crió él mismo, ni las privaciones que sufrió de niño y de adolescente. Tuvo un padre débil, que trabajó toda su vida para no llegar a tener nunca nada y una madre con mucho carácter y nula empatía para con sus hijos. Joan era el mayor de cinco hermanos y tuvo que madurar muy deprisa, abandonando la escuela a los 12 años para ponerse a trabajar en una fábrica. Su pobre salario era necesario en su casa para contribuir a la manutención de la familia.

Pese a su sacrificio, su madre no perdía ocasión de recordarle que nunca llegaría a ninguna parte, porque no valía nada. Según ella, los pobres carecían de valor. Su padre negaba con la cabeza y, cuando ella no le podía oír, le pedía a su hijo que no se lo tuviese en cuenta y que no creyese lo que ella le decía, porque los valores nada tienen que ver con la pobreza o la riqueza de las personas.

Pero Joan, de quien no hacía caso, era de su padre. Y no dejaba de prometerle a su madre que algún día sería tan rico que le podría comprar una buena casa y llenarle los armarios con los mejores vestidos, que podría lucir con un montón de joyas. La mare se reía y le decía que siempre sería un soñador y un infeliz.

Pero un día Joan se hizo un hombre y tuvo un golpe de suerte que supo aprovechar. Pudo cumplir la promesa que le había hecho a su madre: le compró una casa, y muchos vestidos y muchas joyas. Creó la que sería su primera empresa y después formó su propia familia. Vivía, comía y vestía muy bien. Sus  hijos iban a buenos colegios y su esposa lucía como una más de sus joyas, pero Joan empezó a tener problemas para dormir y a pasar más tiempo fuera de su casa que dentro. Entre las largas jornadas en la empresa, los viajes de negocios y las academias privadas que empezó a frecuentar para aprender idiomas y para compensar la formación que no había podido completar de jovencito, apenas veía ni a su mujer ni a sus hijos.

Los años transcurrieron deprisa y, más que vivirlos, a Joan le pasaron por encima. Pero él no fue plenamente consciente de ello hasta el día en que se jubiló y, frente al espejo, se encontró  a un señor que le recordaba a su padre. Le costó mucho aceptar que se había hecho mayor y que la vida continuaba sin él. Sus hijos le habían tomado el relevo en las empresas que él había creado y le habían dejado muy claro que no querían que se acercase a ninguna de ellas.

Aburrido y sin saber cómo llenar su tiempo, empezó a visitar con frecuencia a su viejo padre en la residencia geriátrica a la que él mismo había decidido irse a vivir al morir su esposa. Su padre ya no era aquel hombre que, de joven, le había parecido tan gris y pasivo. Tras la muerte de la madre de Joan, se había convertido en un persona más decidida y había aprendido a llenar sus días de un sentido que nunca antes le había sabido encontrar a la vida. En la residencia participaba en muchas actividades. Durante el día tenía predilección por las manualidades y por la jardinería. Al anochecer, disfrutaba leyendo en la sala donde se ubicaba la biblioteca. Siempre le había gustado leer, cultivar el espíritu con la filosofía  y los versos de poetas como Antonio Machado o Miguel Hernández. El caso es que su mente siempre se mantenía ocupada y él se sentía en paz con el mundo y consigo mismo.

El día que la esposa de Joan decidió reunir a  toda la familia para celebrar los 70 años de su marido. Joan estaba extraño y permanecía muy callado. A su alrededor, sus hijos, nueras, yernos y nietos hablaban de lo que habían comprado y de los lugares donde habían pasado las vacaciones del último año. Las conversaciones se llenaban de marcas comerciales y de cifras monetarias que dejaban temblando las tarjetas de crédito. Él les observaba i se sentía totalmente fuera de lugar, pese a que una parte de sí mismo se reconocía en esa manía de disponer de mucho dinero para poder tenerlo todo, para poder vivir como los ricos de verdad.

-  Abuelo, ¿te ocurre algo hoy?
-  No, ¿por qué me lo preguntas, Pol?
-  Porque no parece que estés celebrando tu cumpleaños. Estás muy callado y tú, normalmente, no paras nunca de hablar.
-  ¡Cierto! ¡Me has enganchado! Sólo estoy algo cansado.
-  ¿Es por la muerte de tu padre?
-  Podría ser, sí.
-  Pero abuelo, tu padre tenía 98 años. Ya era muy mayor …
-  Sí, Pol. Pero el padre nunca deja de ser el padre, tenga 40 o tenga 100.
-  ¿Le querías mucho?
-  No te sabría decir… Siempre me entendí mejor con mi madre.
-  Él, ¿te trataba mal?
-  ¡No! Todo lo contrario. Era ella quien me machacaba continuamente. Él siempre fue un hombre muy calmado y muy amable con sus hijos y con todo el mundo.
-  Entonces, ¿por qué la querías más a ella?
-  No es que la quisiese más, sino que la temía más. Me hacía sentir muy poca cosa y todo mi empeño era poder llegar a demostrarle que yo era mejor de lo que ella pensaba.
-  Y tu padre, ¿qué te decía?
-  Que no se lo tuviera en cuenta, que, para él, yo siempre tendría mucho valor y que no necesitaba que le demostrase nada más.
-  ¿Sabes, abuelo? Mi padre también me dice lo mismo cuando mi madre me riñe y me asegura que nunca serviré para gran cosa.
-  ¿Eso te dice tu madre?
-  Sí, abuelo. Es muy estricta conmigo. Dice que le recuerdo a su abuelo, es decir, a tu padre.
-  Ahora que lo dices… un parecido con mi padre sí que lo tienes.
-  Y eso, ¿es bueno o es malo?
-  Eso es el mejor regalo que me podrías hacer hoy, Pol. Tener un nieto que se parece a mi padre es la mejor manera que podía escoger la vida de sorprenderme.
-  ¿Lo dices de verdad?
-  ¿Cuándo te he engañado yo?

Joan miró con atención a su nieto y, guiñándole el ojo derecho, le invitó a que le siguiese hasta su despacho:

-  Cierra la puerta y corre el pestillo, que no quiero que nadie nos moleste. Quiero enseñarte una cosa que, estoy seguro, de que te gustará mucho.

Pol era un niño de once años a quien sus hermanos y su madre no dejaban de tachar de demasiado infantil y fantasioso. Leía muchos libros de aventuras y siempre tenía la imaginación en marcha para maquinar cualquier historia increíble.

Le gustaba pensar que nada era imposible si alguien se lo proponía con ganas y determinación. A veces fantaseaba con la idea de hacerse arqueólogo, como Indiana Jones, y viajar por todo el mundo con unas botas de montaña y una mochila, excavando cuevas y tumbas y descubriendo culturas antiguas. Otras veces pensaba en hacerse médico y marchar como voluntario a cualquier país del tercer mundo, colaborando con alguna ONG  y, casi siempre, se imaginaba llevando una vida sencilla, apartado de las ruidosas y contaminadas ciudades, perdiéndose por las montañas, cuidando su propio huerto ecológico y disfrutando de la familia que formaría con una chica que no le faltase al respeto como hacía su madre con su padre y que no le exigiese tantos ingresos, pero le diese más besos.
Cuando Pol se lo explicaba a su abuelo, Joan soltó una carcajada.

-  Incluso en esto que dices me recuerdas a mi padre. Él siempre se quejaba de que mi madre le evitaba y le despreciaba.
-  La abuela, en cambio, siempre ha sido muy cariñosa.
-  Tu abuela es la mejor compañera que me ha podido tocar en suerte en la vida. Ella sí que me ha apoyado siempre, teniendo que hacer muchas veces de padre y de madre de nuestros hijos. Y nunca me ha recriminado nada por las muchas horas que pasaba fuera de casa, en el despacho o de viaje.
-  ¿Por qué viajabas tanto?
-  Porque las empresas no se montan ni crecen solas, Pol. Hace falta invertir mucho tiempo y mucha dedicación  y, cuando menos te lo esperas, se te ha escapado la vida.
-  Pero tú aún eres joven y ahora tienes todo el tiempo del mundo para ti y para estar con la abuela.
-  Sí, Pol. Pero ahora me duele todo y el cuerpo no me sigue como yo quisiera.

-  ¿Qué me querías enseñar?
-  Pues nada menos que la herencia que me ha dejado mi padre.
-  El dinero no me sorprenderá, abuelo. Ya sé cómo es y no me quita precisamente el sueño.
-  Y, ¿quién te ha dicho que se trate de dinero? Mi padre sólo disponía de su pensión y la invertía casi toda en pagarse la residencia. Nunca aceptó que se la pagase yo.
-  Pero tenía la casa en la que había vivido con tu madre.
-  La casa no estaba a su nombre, sino al de mi madre. Cuando se la regalé, nunca quiso constar como copropietario de la misma. Al morir mi madre, ésta se la dejó en herencia a mi hermano pequeño, pasando mi padre a ser usufructuario de la casa hasta que muriese. Pero mi padre, tozudo como era, hizo la maleta y se fue a vivir a la residencia, dejándole vía libre al tío Pere.
-  Tu hermano Pere, ¿es el que, durante la comida, comentaban que se ha arruinado?
-  El mismo. Nunca estuvo capacitado para los negocios y tampoco le gustó demasiado trabajar. Pero su vida es problema suyo.
-  ¿No le podrías ayudar?
-  Me he pasado la vida ayudando a mi madre y a mis hermanos. Y el único que me ha demostrado agradecimiento es, precisamente, el que nunca me ha pedido nada ni ha permitido que le ayude.
-  Tu padre.
-  ¡Exacto!
-  ¿Qué herencia te ha dejado?
-  Su ejemplo, Pol.
-  No acabo de entenderte…
-  A ver… Comenzaré por el principio. Cuando mi padre determinó irse a vivir a la residencia, yo me lo tomé muy mal y estuve unos cuantos años sin ir a visitarlo, ni preocuparme de llamarlo para saber cómo estaba. Sabía de él por mis hermanos. Me constaba que estaba bien y que se había adaptado con mucha facilidad al lugar y a sus compañeros. Pero todo empezó a cambiar cuando me jubilé y mis propios hijos me invitaron a no volver a pisar mis propias empresas. De repente, sentí que les estorbaba, que prescindían de mí como de un pañuelo de papel y me deprimí. Por primera vez en mi vida me sentí un inútil i tuve mucha suerte de poder contar con el apoyo incondicional de tu abuela quien, un día, como quien no quiere la cosa, me dijo: “Joan, esta tarde voy a ir a visitar a tu padre a la residencia. ¿Por qué no me acompañas?”
-  Y tú, ¿qué le respondiste?
-  Pues que, “¿por qué no?”
-  Y, ¿qué te dijo tu padre, después de tanto tiempo?
-  Que sabía que aquel día llegaría y se sentía muy dichoso de haber vivido tantos años porque la espera había merecido la pena. A partir de aquel día, le visité cada semana. Siempre me esperaba en el jardín y siempre me recibía con una sonrisa. Me escuchaba, me calmaba y me explicaba anécdotas de cuando él era joven y de cuando yo era pequeño. Me refería que yo había sido un niño muy despierto y con muchas ganas de comerme el mundo, pero que me habían podido la ambición y la manía de intentar satisfacer los caprichos de mi madre.
-  Y, ¿era verdad?
-  Sí, Pol. Desgraciadamente, mi padre me conocía mucho mejor que yo mismo. La última vez que le vi, me dio un consejo que conservo grabado a fuego:

“Deja de ayudar a los desagradecidos; deja de perder noches de sueño por las preocupaciones de los demás. La vida es un bien personal e intransferible que hemos de aprender a gestionar por nuestra cuenta y riesgo. Empieza a ocuparte de ti mismo. Aprende a ser quien tú quieras ser y no aquél que los demás esperan que seas. Atrévete a volver a ser aquel niño que, a mis ojos, siempre fue tan valioso. Deja de huir de ti mismo, Joan. Encuentra el camino de retorno a casa y reencuéntrate con la caja de los valores que tú creías perdidos y yo siempre te guardé, para cuando volvieses.”

No entendí  a qué se refería con esto de la “caja de los valores”, pero al día siguiente nos llamaron de la residencia para comunicarnos que mi padre había muerto plácidamente durante la noche.

-  Lo recuerdo, abuelo, y también recuerdo que estabas muy trastornado y como ausente.
-  No dejaba de pensar en él y en todos los años que había preferido no verlo ni escucharlo. Tampoco dejaba de pensar en lo que me había dicho la última tarde que compartimos entre las prímulas amarillas que había plantado en el jardín. Quizá ya empezaba a entender el sentido de sus palabras. Descubrí que, alejándome de él, no huía de lo que él me pudiese explicar, sino de lo que yo pudiese sentir. No tenía miedo de él, sino de mí mismo.
-  ¿Cómo puedes tener miedo de ti mismo, abuelo?
-  Muy fácil, Pol: Cuando las personas sentimos una cosa, pero nos empeñamos en hacer la contraria, al mirarnos en el espejo, acostumbramos a sentir vergüenza de lo que vemos.
-  Y a ti, ¿te pasa eso, abuelo?
-  Me pasaba hasta que mi padre me abrió los ojos.
-  ¿Cómo lo hizo?
-  Un día me explicó que en el mundo hay, principalmente, cuatro clases de personas: los pobres que tienen dignidad, los pobres que la han perdido, los ricos que tienen dignidad y los ricos que la han perdido.
-  Y, ¿cómo los diferencias?
-  Mirándolos a los ojos y comprobando si están satisfechos con ellos mismos o no. Tú puedes ser pobre, pero sentirte muy satisfecho con el tipo de vida que tienes, lo que sientes y las cosas que haces. El problema lo tendrás si, siendo igual de pobre, te dejas la vida para intentar imitar a los ricos, haciendo cosas que no habrías hecho nunca de no haber optado por dejar de escucharte a ti mismo. Por otro lado, también puedes ser rico y sentirte muy satisfecho con el tipo de vida que tienes, lo que sientes y las cosas que haces. Pero el problema vendrá si pierdes el control y dejar de darle al dinero y a las personas el valor y la importancia que realmente tienen, si te conviertes en una persona soberbia y te crees por encima del bien y del mal, pensando que con dinero todo lo puedes comprar, incluso las personas.
-  Y tú, ¿cuál de estos cuatro tipos de personas crees que tendríamos que ser para ir bien?
-  Pobres o ricos, pero dignos, Pol. No hay nada de malo en tener dinero, pero sin olvidarnos de nuestro punto de partida ni de ser quienes somos realmente.
-  Creo que lo entiendo, abuelo. Tú quisiste dejar atrás tu pasado y ser una persona diferente, pero tu padre siempre procuró recordarte quién eras, para que no perdieses tu dignidad.
-  Exacto, Pol. Unos días después de su muerte, cuando la abuela y yo volvimos a la residencia para recoger las escasas  pertenencias de mi padre, la responsable de la planta en la que él había vivido los últimos veinte años, me entregó una caja que debía hacer medio metro cuadrado aproximadamente, pero en cambio apenas pesaba. “Dentro encontrará la herencia que le ha querido dejar su padre. Piense que trabajó durante años en los detalles de su contenido y que en su empeño vertió todo su amor y toda su creatividad.”
Al llegar a casa abrí la caja y me encontré con esta joya.



Joan le mostró a su nieto una vitrina de cristal en cuyo interior se exponía una maqueta que recreaba una casa humilde y un jardín inmenso, repleto de árboles y de muchas flores, con un camino hecho de pequeñas piedras que, partiendo de la puerta de la casa se perdía entre unos bloques de pisos que recreaban una ciudad muy adornada por las luces y por el humo.
Pol miró a su abuelo con cara de circunstancias y le dijo:

-  ¿Esto es la herencia de tu padre?
-  ¿No te gusta?
-  No le encuentro el sentido, abuelo.
-  ¿Qué crees que representa?
-  Pues lo que se ve: una casa pequeña, rodeada por un jardín demasiado grande y un camino que conduce a una ciudad. ¿Qué significa para ti, abuelo?
-  Acércate más y fíjate en las piedras del camino.

Pol obedeció a su abuelo y enfocó su atención en unas piedras blancas y en el hecho de que cada una llevaba escrita una palabra: libertad, amor, paciencia, honradez, respeto, empatía, sinceridad, ilusión, perseverancia, humildad, autoestima y dignidad.

-  ¿Sólo ves las piedras blancas, Pol?
-  Ahora veo que también hay otras negras con palabras escritas en blanco.
-  Y, ¿qué palabras son?
-  Orgullo, impaciencia, ambición, soberbia, rencor, vergüenza y soledad. ¿Cómo es que hay más piedras blancas que negras, abuelo?
-  Pues, porque este camino representa el recorrido de la vida y, en la vida, hay más cosas buenas que malas. Con estas piedras, mi padre me demostró que, dejándome llevar por mi deseo de convertirme en un hombre rico, acabé siendo sólo un pobre hombre. Las piedras blancas representan todos los valores que fui perdiendo por el camino y que mi padre fue recogiendo y transformando en esta maqueta para que pudiese recuperarlos cuando me decidiese a retomar el camino de vuelta a casa, a mí mismo.
-  Visto así, sí que es sorprendente. Y, ¿todo esto lo hizo tu padre con sus manos?
-  Sí, Pol. Siempre fue muy hábil con las manos y le gustó mucho la jardinería. Decía que “un hombre es aquello que siembra”. Por eso el jardín de la maqueta es mucho más grande que la casa.
-  Parece el cuento de Pulgarcito.
-  A lo largo de tu vida, conocerás a más Pulgarcitos de los que ahora crees, Pol. Pero todos, tarde o temprano, encontramos el camino de regreso a casa y recuperamos los valores que creíamos perdidos cuando volvemos a rodearnos de aquellos que nos importan de verdad y podemos hacer las cosas que nos hacen sentir orgullosos de nosotros mismos.

Alguien golpeó la puerta y llamó a Pol. Lo reclamaban porque toda la familia salía en ese momento hacia la iglesia. Al descorrer el pestillo y abrir la puerta sintió cómo si una pantalla de cristal se hiciese añicos antes sus ojos y todo él se transformaba en otra persona. Al mirarse las manos, se estremeció al descubrir las manos de un hombre y el espejo del pasillo le devolvía una imagen de sí mismo que no reconocía, vestido con un traje oscuro y una corbata que le hacía parecer demasiado serio. Estaba a punto de gritar cuando apareció Mariona, recordándole que debían apresurarse porque ya todos habían salido hacia la iglesia.

-  ¿Qué hemos de ir a hacer a la iglesia?
-  El funeral de tu abuelo, Pol. Siempre estás en la luna.
-  ¿Has dicho funeral? Pero si mi abuelo está vivo. Acabo de estar con él en su despacho y hemos mantenido una conversación sorprendente.
-  Pol, entiendo que estés muy afligido por su pérdida y que el dolor te haga ver lo que no es, pero tu abuelo murió hace una semana.
-  Pero si está aquí dentro, en su despacho, con la caja de los valores perdidos.
-  Ni éste era su despacho, ni tampoco ésta era su casa. Es tu despacho y estamos en nuestra casa, Pol.
-  Pero…
Pol volvió a entrar en el despacho y descubrió que la estancia era muy diferente de la de hacía un rato. El mobiliario era más moderno y la luz mucho más natural que la del despacho de su abuelo.
-  ¿Qué ibas a decir, Pol?
-  Es igual. Tienes razón. Debo haber soñado con mi abuelo este rato que he pasado en el despacho.
-  Por cierto, ayer tu madre me trajo una cosa para ti. Dijo que tu abuelo te la había dejado en herencia.
-  ¿Dónde está?
-  La dejé en tu despacho. Es raro que no la hayas visto porque ocupa buena parte de tu mesa.
Entonces miró hacia la mesa y descubrió la caja. De alguna forma intuía lo que hallaría en su interior, pero le costaba creerlo. Le temblaban las manos y la voz.
-  Ayúdame a abrirla, Mariona. Yo solo no podré hacerlo. La emoción que me embarga es más fuerte que mi voluntad.
-  Pero Pol, ¿qué tienes? ¿No puedes esperar a que regresemos de la iglesia?
-  No pienso asistir a ningún funeral, Mariona. Mi abuelo no está allí, sino dentro de esta caja.
-  ¿Qué dices ahora? Me estás asustando.
-  No Mariona. No has de tener miedo. Abramos la caja y lo entenderás todo.

Al confirmar que el contenido de la caja era la vitrina de cristal con la maqueta que había fabricado para su abuelo su bisabuelo, Pol empezó a llorar y Mariona entendió de qué iba toda aquella misteriosa historia. En lugar de ser ella la sorprendida, fue ella quien le sorprendió a él:

-  Cuando yo era pequeña, junto a mi hermana mayor y mis primas, vivimos unas cuantas aventuras muy similares a la que tú acabas de vivir con tu abuelo. Nosotras también pudimos hablar con nuestro abuelo, a quien no habíamos conocido en vida porque había muerto muchos años antes de que naciesen sus nietas. Viajamos en el tiempo a lugares tan increíbles como Fernando Poo o la Isla del fuego, sin necesidad de movernos de casa, y aprendimos que una vida sin valores es una vida perdida, Pol. Guarda este tesoro que te ha legado tu abuelo y nunca olvides lo que, a través de una realidad paralela, él te ha enseñado esta tarde.
-  ¿Qué quieres decir con eso de “una realidad paralela”?
-  Sería muy largo de explicar y hoy ya has vivido demasiadas emociones, Pol. Quédate con el hecho de que, a veces, los caminos de los sentimientos se separan de los caminos de la lógica para ayudarnos a entender porqué estamos aquí y qué hemos venido a hacer.
-  Mi abuelo siempre decía que le recordabas mucho a mi abuela.
-  Es curioso… a mí siempre me decía que tú eras tan especial como su padre.



Estrella Pisa
7 de febrero de 2020


Comentarios

  1. ¡Hola! Sigo merodeando tus rumbos y me encontré con tus otros dos blogs. De uno de ellos no pude comprender por el idioma, pero aquí me he llevado una muy grata sensación, me deja mucho esto que he leído y te lo agradezco de verdad. No pude despegar los ojos de la lectura. Gracias por eso y seguiremos, un abrazo muy fuerte !

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  2. Muchas gracias Maty. Me alegra que te gusten mis relatos. Sobre el blog Creant llibertat, decirte que si usas el traductor, que está justo encima de cada post, podrás leer su contenido en castellano, sin problema. Un fuerte abrazo.

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