Bajo las Bombas y las Piedras

Refugio antiaéreo de la Plaza del Grano de Figueres
    


La plaza olía a excrementos de pájaro pasados por agua. Era una mañana como cualquier otra, pero el aire estaba enrarecido y, a diferencia de otros días, por la calle no se veía ni un alma.

Como difuminados por la distancia, a lo lejos se oían lo que parecían truenos y, de hecho, el cielo estaba gris y el sol no apuntaba maneras por ninguno de los ángulos de aquella mañana ensombrecida en la que podían llegar a cumplirse los peores presagios.

Aunque Marina, decidida como cada día a llegar puntual a su cita con el trabajo, no cejaba en su empeño de atravesar toda la ciudad, aún a riesgo de que una tremenda tormenta le saliera al paso y la dejase empapada.

Seguía caminando con decisión, pero cada vez más desconcertada por la ausencia de las personas con las que habitualmente se cruzaba cada día a la misma hora. Hasta que, al llegar frente a la Plaza del Grano, la descubrió. Era una muchacha delgada que apenas había dejado atrás la niñez, y corría hasta perderse por unas escaleras que se abrían paso bajo el pavimento de la plaza. Sin saber por qué razón, decidió seguirla y levantó la trampilla que se había vuelto a cerrar tras el paso de la chica, para encontrarse con las escaleras. Sabía que bajo la plaza había habido un refugio antiaéreo que había sido muy utilizado por la gente durante la Guerra Civil, pero en la actualidad no quedaban rastros visibles del mismo. Sin embargo, ahora tenía ante sus ojos la vieja escalera que descendía hasta él. No le dio tiempo a elucubrar respuestas porque el sonido ensordecedor de una sirena, seguida de otro trueno amenazador, casi la hizo caer antes de alcanzar los últimos peldaños de la escalera. Al tocar el suelo del refugio, una mezcla de música fúnebre y más truenos la obligaron a enfrentarse a un escenario que hubiera preferido no ver. La casi niña estaba acurrucada en un rincón. Estaba agitada por el esfuerzo de la reciente carrera, pero ello no le impedía devorar con ansia un trozo de pan.

Al ver a Marina, lejos de sobresaltarse, le sonrió y le pidió que se le acercara:

-      -      Sabía que vendrías, un día u otro. Acércate.
-       -   ¿Cómo lo sabías? No me conoces de nada.
-       -    Eso es lo que tú crees.
-      -    ¿De qué me conoces? Yo a ti no te había visto en mi vida.
-       -   Te conozco porque sé que lees sobre mi historia y la de mi generación.
-      -    ¿Qué generación?
-      -    La de los niños de la guerra.
-       -   Ya entiendo. Debes de ser una refugiada palestina o irakí de las que han empezado a llegar huyendo de los conflictos de esos países. Aunque no entiendo que hables tan bien el castellano.
-       -   No soy ninguna refugiada. Soy española y huyo del odio y la sinrazón de mis propios paisanos.
-       -  Pero si no estamos en guerra. Me estás tomando el pelo. ¿Qué broma es ésta? Seguro que es una encerrona de alguno de esos programas de televisión en los que les toman el pelo a la gente. ¿Sabes qué? Mejor me voy, que aún llegaré tarde al trabajo.
-       -   Yo en tu lugar no intentaría salir ahora.
-      -    ¿Lo dices por la tormenta?
-       -   Lo que oyes no son truenos, sino obuses impactando contra las casas y contra las calles.
-      -    ¿De qué hablas?
-      -    De la guerra, ¿de qué si no?
-      -    ¿Qué guerra? Si lo que pretendes es asustarme, lo estás consiguiendo.
-   -   De nuestra guerra civil. Estamos en 1939 y están bombardeando nuestra ciudad desde hace 13 días. Hay cientos de muertos y muchísimos heridos. No han respetado ni el hospital, ni los colegios, ni el cementerio. La ciudad ha quedado reducida a escombros.
-       -    No, te estás quedando conmigo. Estamos en 2010 y en España hay una grave crisis, pero vivimos en paz. La ciudad está intacta, sus calles están como siempre, aunque he de reconocer que hoy me ha extrañado sobremanera que estuvieran completamente vacías.
-       -    Eso era real hasta el momento anterior a que me descubrieras. Al verme te adentraste en otra dimensión del tiempo y ahora estás aquí conmigo esperando a que pase el peligro y podamos salir de nuevo ahí fuera para seguir cada una con su vida y en su respectivo tiempo.
-     -   Antes has dicho que me estabas esperando porque sabías que leía sobre los niños de tu generación.
-     -    Así es. Se habla mucho del influjo que los protagonistas de las novelas tienen sobre sus lectores. Pero no se habla del influjo que pueden causar los lectores sobre los protagonistas de las historias que leen.
-   - Pero ese influjo es imposible. Un protagonista no puede controlar a sus posibles lectores.
-       -   ¿Eso crees?
-  -  Sí, eso creo. Además, muchos de los protagonistas de muchas novelas son personajes de ficción. Nunca existieron.
-       -   Te equivocas. Todo lo que una persona es capaz de imaginar, existe. Aunque sólo lo haga en su imaginación. Llega a ser real, porque para su autor, en algún momento de su vida, lo fue.
-       -   De acuerdo, no discutiré contigo por eso. Por cierto, ¿cómo te llamas?
-      -    Francina
-       -   Bonito nombre. ¿Eres francesa?
-       -   Mi madre lo es. Yo nací en Francia, pero llegué a España con ella cuando aún era muy pequeña.
-       -   ¿Y tu padre?
-       -   No le conocí, aunque ahora el tío Lorenzo me hace de padre. Es el novio de mi madre.
-      -    Y, ¿por qué no está ella ahora contigo?
-    -   Porque está trabajando en el hospital. Es la cocinera. Gracias a su trabajo podemos mantenernos las dos, aunque pasamos mucha hambre, porque hay escasez de todo en los mercados y apenas se puede comprar nada y a precios prohibitivos.
-      -   ¿Y su novio?
-       -   Está en el frente del Ebro.
-       -   ¿De dónde venías corriendo cuando te vi?
-       -    De la estación. Siempre que puedo me escapo a la estación para pedirles algo de pan o alguna chocolatina a los soldados. Siempre hay soldados en la estación y acostumbran a ser amables con los niños.
-       -   ¿Tu madre sabe que te arriesgas tanto?
-      -    No se lo he contado nunca, pero ella no es tonta. Me conoce y sabe que sé buscarme la vida.
-       -   ¿Por qué no hay nadie más en el refugio?
-      -    Porque esto sólo lo estamos viviendo tú y yo.
-       -  ¿Por qué yo?
-    -   Ya te lo he dicho: tú lees sobre nosotros y sigues teniendo muchas preguntas sin respuesta. Y a mí, como a todos los viejos, me encanta contar batallitas.
-       -   Pero si eres una niña.
-   -  Lo era en 1939, pero en 2010 tengo 85 años y estoy pasando por un momento delicado de salud.
-    -  No entiendo nada, Francina. ¿En qué quedamos? ¿Estamos en 1939 o en 2010?
-   -   En los dos. Porque la historia que uno ha vivido no se puede borrar. Es como en las series de televisión. Pueden emitir el último de sus capítulos, pero eso no te impide ir a internet y rescatar cualquiera de los capítulos anteriores y volverlos a disfrutar como si no los hubieras visto nunca antes.
-    -    Pero, ¿cómo es posible?
-    -   Por la existencia de las vías paralelas. El mundo está enredado en ellas. Antes te decía que los protagonistas podemos captar el interés de la gente que lee nuestras historias. Me resulta chocante que te cueste entenderlo cuando vives en un mundo en el que la interacción es continua gracias a internet y a lo que llamáis redes sociales. Os pasáis el día entero persiguiendo que vuestros contactos os visiten en vuestro mundo virtual y os regalen muchos “me gusta”. Cuanto más percibís el interés de los otros, más os apetece escribir o colgar más fotos o vídeos en vuestros perfiles.
-     -   Me sorprende que conozcas tan bien la tecnología de internet.
-      -   Tengo 85 años, pero también tengo nietos que me han obligado a mantenerme al día.
-  -  Es increíble. La verdad es que me ha encantado encontrarte, Francina. Eres una persona de lo más interesante. Pero ahora debería irme o me estaré jugando el trabajo.
-       -   No has entendido nada, ¿verdad?
-       -   ¿Qué más se supone que debería entender?

Francina metió su mano derecha en uno de los bolsillos de su triste abrigo y le tendió un viejo espejo de mano a Marina:

-       -   Mírate y dime qué ves.

Marina tomó el espejo y se sobresaltó en cuanto vio reflejada su imagen en él. Su rostro no se correspondía con el de la mujer de 42 años que sabía que era, sino con el de una muchacha de 14 años, la niña que había sido.

-       -   ¿Qué significa esto, Francina?
-       -   Eres tú en otro momento de tu vida.
-       -   Eso ya lo entiendo, pero, ¿por qué ahora?
-       -    Pregúntale a tu mente. Ella es la que te está obligando a soñar todo esto.
-       -  ¿Esto es un sueño?
-       -   Eso parece, aunque a mí no me resulte un sueño cualquiera.
-       -   ¿Por qué lo dices?
-  -   Porque te da la oportunidad de encontrarle respuestas a muchas de tus eternas preguntas?
-       -   ¿Preguntas sobre qué?
-  -   Sobre tu abuelo paterno, por ejemplo. ¿Crees que no sé que te habría gustado conocerle y que hay una parte de su historia que siempre te ocultaron y que nunca has dejado de necesitar para sentirte completa?
-       -   ¿Cómo sabes tanto de mí?
-      -    Pregúntale a tu mente. Yo sólo soy parte del sueño que ha construido para ti.
-      -    Esto es alucinante. ¡Quiero despertar de una vez!
-      -    Yo no puedo despertarte.


Marina se llevó las manos a la cabeza y no paraba de dar vueltas sobre su propia sombra. Se sentía muy vulnerable, atrapada en el cuerpo de la adolescente que una vez había sido, pero consciente de la persona de 42 años que era en su presente habitual, antes de caer en aquel agujero del tiempo y retroceder hacia un momento histórico que no había vivido, pero del que tenía constancia por los muchos libros que había leído y los documentales que había visto. Sabía que los bombardeos con que el bando nacional había castigado a Figueres hacia el final de la guerra habían sido extremadamente violentos y devastadores. Sabía que, entre los cientos de víctimas mortales, había habido muchos niños y que los heridos superaban las mil personas de una población de unas 14.000.

Pensó en su padre, que había muerto cuando ella estaba a punto de cumplir los 14 años y en lo vacía que se había sentido. También pensó en ese abuelo al que no pudo llegar a conocer, porque había muerto cinco años antes de que ella naciera. Le habían contado parte de su historia, una historia triste, pero del todo incompleta, porque no cuadraba nada en ella. Sólo tenía la certeza de que los que le conocieron le tenían por una bellísima persona. En eso coincidían todos los testimonios. Pero en su biografía, las fechas bailaban y los datos escaseaban. Había visto algunas fotos que guardaba su madre, en las que el abuelo aparecía con otros compañeros de trabajo y también con la abuela y con sus dos hijos. De muy joven había huido a Francia y después de la guerra civil había estado en la cárcel. Recuperada la libertad, se había dedicado a trabajar en diferentes pantanos por todo el norte de España, hasta que la muerte le sorprendió a los 58 años en un pueblo cercano a Girona, en el que vivía con la abuela y su hijo.


-       -   ¿En qué piensas, Marina?
-       -   ¿Cómo sabes mi nombre? No recuerdo habértelo dicho.
-    -   Esto es un sueño, ¿recuerdas? Los personajes que salimos en él podemos saberlo todo o no saber nada. De hecho, acostumbramos a decir aquello que los que sueñan quieren oír.
-       -   Veo que tienes respuestas para todo.
-      -    Ponme a prueba.
-      -    Estos días de bombardeos continuos habrás visto muchos muertos.
-    -    Pues sí. He visto atrocidades que no podrías llegar a imaginar. Lo más triste son los niños. Ver a una madre con el cadáver de su hijo en brazos es la peor visión con la que la vida puede castigarnos. Te desgarra por dentro. Pero tienes que seguir corriendo y ponerte a salvo si no quieres acabar como ellos. La guerra saca lo peor de cada uno de nosotros.
-       -   El novio de tu madre también te habrá contado muchos horrores que habrá visto en el frente.
-     -  No, el tío Lorenzo apenas habla de la guerra y ha pasado mucho tiempo desde la última vez que le vi, antes de que partiera para el frente del Ebro.
-       -    Entiendo que está luchando en el bando republicano.
-      -  Pues, si te soy sincera, no lo sé. A diferencia de ti, yo no hago preguntas. Yo acepto las cosas como vienen.
-      -    Pero, ¿nunca has sentido curiosidad por saber de qué lado están él y tu madre?
-   -  ¿Me serviría de algo saberlo? ¿Qué más da que un pobre soldado tenga que ir a la guerra en un bando o en el otro? ¿Acaso no son todos iguales de víctimas? Los políticos se pelean entre ellos y los que dan la cara y se la parten son los pobres ciudadanos de a pie.
-       -  A mí me habría gustado saber si mi abuelo estaba con los rojos o con los nacionales.
-     -   ¿Crees que, de haberlo sabido, habría cambiado en algo la idea que te has formado de él?
-      -    Supongo que no. Me habían contado que al haber huido de joven a Francia no había prestado el servicio militar en España y que, acabada la guerra civil, cuando se decidió a volver, fue arrestado en la frontera de La Jonquera y llevado a prisión por desertor. Tiempo después le dejaron libre cuando iba a ser padre. Pero hace poco descubrí un portal en internet donde encontré la ficha de mi abuelo en un campo de prisioneros de Pontevedra. En ella rezaba junto a su nombre el apodo de “el soldado desconocido”. El estuvo preso allí en el año 1937. Constaba como vecino de un pueblo de la misma provincia, tenía 32 años en aquel momento, era albañil y su condena había sido cadena perpetua por rebelión militar. Esa ficha desmonta por completo la historia que me contaron.
-       -    Una historia interesante, pero nada excepcional.
-       -   ¿Qué quieres decir?
-   -   Pues que durante la guerra civil se han dado muchos casos idénticos en los dos bandos. Y ese apodo que a ti te parece tan peculiar, resulta de lo más común. En la mayoría de las ciudades de todo el mundo hay tumbas y monumentos del soldado desconocido.
-    -   No lo pongo en duda, pero cuando tu abuelo te resulta un perfecto desconocido, te impacta un poco más.
-      -   Seguramente, pero yo no le daría muchas más vueltas. Quédate con lo positivo de su historia: fue el padre de tu padre y fue una buena persona.
-      -   Pero es que hay más…
-      -    ¿Qué más?
-      -    Por todo lo que he leído sobre los campos de trabajo que Franco distribuyó por todo el territorio y los trabajadores penados que trabajaron en la construcción de grandes pantanos, puentes y demás obras públicas, sospecho que a mi abuelo le debieron conmutar la cadena perpetua por unos cuantos años de trabajos penados en esos pantanos.
-    -    Es una hipótesis muy plausible, que explicaría por qué se pasó el resto de su vida de pantano en pantano por toda la zona norte.
-  -  Pero, ¿y si, en realidad, fue un simpatizante del régimen franquista? ¿Y si trabajó voluntariamente en esos proyectos y, para contentar aún más a los nacionales, consintió enviar a su único hijo varón a un seminario para que acabase consagrando su vida a la iglesia?
-       -   ¿Eso hicieron con tu padre?
-       -    Sí, pero a los 16 años, decidió dejar el seminario porque comprendió que aquella vida no era la que él quería.
-       -    Chico listo, tu padre.
-       -    Realmente era muy listo, pero apenas sabía nada del pasado de mi abuelo.
-    -   Y, ¿por qué habría tenido que saber nada? Durante la guerra  y después de ella, la gente se acostumbró a no hablar de muchas cosas por no perjudicarse unos a otros. Si no sabías nada, no corrías peligro de que te hicieran cantar si te interrogaban por la causa que fuese.
-       -   Pero en una familia tiene que haber más comunicación.
-      -  Ahora quizá sí, pero no en aquellos años. Créeme, Marina. Callar e ignorar era la mejor opción para todos.
-   -   Pero entonces a los hijos y a los nietos es como si nos faltasen piezas a la hora de saber quiénes somos.
-       -    Bobadas. Somos lo que nos empeñamos en ser, ni más ni menos. Que tu abuelo o el tío Lorenzo fuesen nacionales o comunistas no nos va a cambiar la vida ni a ti ni a mí. Seguiremos siendo exactamente lo que somos en esta dimensión y en las dimensiones paralelas. Fueran presos o verdugos, no eran más que peones en una tabla de ajedrez, como todo el resto de soldados como ellos. Su dilema era matar o morir y ambos sobrevivieron. Está claro que sus balas dejaron más de una viuda y más de un huérfano. Esas pobres víctimas lo tendrían mucho más claro que tú para decidir que estaban en el bando de los malos.
-      -     Nunca me lo había planteado así.
-    -  Pues ya ves que las historias tienen siempre tantas versiones como implicados en ellas y que todo es muy relativo. No sirve de nada devanarse los sesos como tú lo haces, perdiendo el tiempo pensando en quién fue realmente tu abuelo. Fue un hombre justo para sus familiares y amigos y para la gente con la que convivió. Con eso debería bastarte.
-    -   Creo que tienes razón, Francina. Por cierto, ¿qué opinión tienes del novio de tu madre?
-       -    Lorenzo es un buen tipo. Un hombre decente y con las ideas muy claras.
-       -   Ideas que no sabes con qué bando se corresponden…
-   -  Ni lo sé, ni me interesa. Ya te lo he dicho. Para mí lo único que cuenta es que ese hombre nos trata muy bien a mi madre y a mí. Con eso me basta.
-       -   Eres muy sabia, Francina.

Francina se levantó del suelo en el que seguía sentada y se acercó a la escalera para comprobar si el peligro había pasado. Todo hacía presagiar que era así, porque hacía mucho rato que no se habían vuelto a oír las explosiones. Se decidieron a subir las escaleras y a desplegar la trampilla que daba acceso al exterior. Francina iba delante y, en cuanto puso un pie en el pavimento, se arrancó a correr sin despedirse de Marina, que cuando quiso darse cuenta ya había perdido a la otra de vista.

En la plaza, todo parecía estar intacto, tal como Marina lo veía todos los días cuando iba hacia el trabajo, salvo por el detalle de que seguía estando desierta y el nauseabundo olor a excrementos de pájaro y a intensa humedad volvía a adueñarse del aire que respiraba. Miró en todas direcciones buscando a Francina, pero sin hallar ni rastro de ella, hasta que empezó a marearse y se desmayó.


Cuando despertó se sorprendió en una cama de hospital, con un par de botellas de diferentes sueros conectados a una de las venas de su antebrazo derecho. La habían ingresado hacía unos días por un fuerte dolor en el costado izquierdo que no acababan de descubrir a qué se debía.
En su habitación, una anciana descansaba en la cama de al lado. La recordaba del día anterior. La habían operado de una afección hepática, la misma que sospechaban los médicos que podía padecer ella.

En ese momento, alguien llamó a la puerta y entró. Era una de las hijas de la anciana, a quien Marina ya conocía desde hacía algunos años. Se trataba de la nieta de Lorenzo, un anciano que vivía en la residencia en la que Marina había trabajado durante un tiempo como auxiliar en el turno de noche. Lorenzo siempre hablaba maravillas de su nieta María y también de su bisnieta, a la que siempre le regalaba libros y le reunía los fascículos coleccionables que venían con el periódico que compraba todos los días. Era un hombre muy instruido. En el año 2000 rondaba los 90 años, pero seguía siendo una persona muy activo e independiente. Vivía en la residencia porque no quería ser una carga para María ni para Mercè, la hermana de ésta. Pero siempre era el primero en levantarse y en salir de la residencia muy temprano por las mañanas para dedicarse a hacer sus recados. Paseaba, se ocupaba de ir a la farmacia a buscar sus dosis de insulina, pasaba por la librería a buscar su periódico, conversaba con unos y con otros y muchos días comía fuera. Cuando Marina empezaba su turno a las ocho de la tarde le encontraba siempre sentado junto a otros compañeros de la residencia en la sala principal. A menudo se embarcaban en largas tertulias en las que la batalla del Ebro siempre salía a relucir. Marina le tenía un especial aprecio que él le correspondía.

Pensando en todo ello y en que no había vuelto a saber nada más de Lorenzo desde que ella dejó su trabajo en la residencia, la sorprendió la pregunta de María:

-      -    ¿Cómo has pasado la noche, Marina? ¿Te vas encontrando mejor?
-   -  La morfina mantiene el dolor a raya, pero también hace que sueñe cosas muy raras. Me he pasado la noche soñando con tu madre. Estábamos las dos en el refugio antiaéreo que dicen que hubo bajo la Plaza del Grano, mientras bombardeaban Figueres.
-    -  No me extraña que hayas soñado eso. Ayer por la tarde, mientras tú dormías, mi madre no paraba de hablar de aquellos años.
-   -   En mi sueño me hablaba de Lorenzo.
- - Sí, fue una suerte que mi abuela le conociera. Nunca se llegaron a casar, pero estuvieron juntos hasta que ella murió.
-       -  ¿Vivieron siempre aquí?
-   -   Sí, él era de otra región, pero acabada la guerra se estableció aquí con ella y con mi madre. Encontró trabajo como jardinero en la clínica en la que ella también empezó a trabajar de cocinera después de haberlo hecho en el hospital.
-       -   No le he vuelto a ver desde que dejé la residencia.
-      -    Ah pero, ¿no lo sabes? Lorenzo murió hace unos años.
-      -   Era previsible. Si viviese tendría casi cien años… Aunque él se mantenía muy bien.
-       -   No murió de enfermedad, Marína, sino atropellado por un coche.
-       -   ¿Cómo dices?
-     -   Lo que oyes. De no haber sido así, estoy convencida de que aún viviría. Fue todo un ejemplo a seguir.
-      -  Sí que lo fue. En los años que trabajé con ancianos conocí a muchos de ellos, pero la mayoría estaban seniles. Lorenzo siempre fue una excepción. Una persona admirable.
-       -   ¿Sabes cuál fue su última voluntad?
-       -   No, ¿cuál fue?
-  - Que arrojásemos sus cenizas al río Manol. Siempre contaba que, cuando llegó a Figueres fue lo primero que vio y se sintió salvado. Decidió no marcharse nunca más.


Francina se despertó con el murmullo de nuestra conversación y abrió unos ojos enormes para mirarnos y desearnos los buenos días. Eran los mismos ojos que lucía la niña del sueño de Marina. Ojos traviesos y sorpresivos, más propios de una adolescente que de una anciana. Ella también era una mujer especial que emanaba mucha luz y destilaba un sentido del humor muy peculiar.

Llevaba años luchando con unas molestas piedras en los conductos biliares, pero los médicos no se atrevían a operarla porque temían que no superase la anestesia por su avanzada edad. Mientras, ella tenía que ir suprimiendo de su dieta todo lo que le gustaba, hasta dejarla reducida a verduras hervidas, pollo o pescado blanco a la plancha y poco más. En cambio, era una mujer que se pasaba buena parte del día en la cocina preparando platos exquisitos para sus tres hijos que, aunque cada uno tenía su vida y sus propios hijos, no renunciaban nunca al privilegio de degustar aquellos manjares que les preparaba su madre.

Ella y Marina no se conocían de antes de haber coincidido en el hospital, pero ninguna de las dos se sintió extraña con la otra y, durante los días que compartieron allí, se hicieron muchas confidencias y establecieron un vínculo muy entrañable. María y Mercè las visitaban cada día y les procuraban amenas conversaciones que acabaron dilucidando muchos de los interrogantes de Marina.

Agradeció que la vida le brindase en aquella ocasión aquella grata ofrenda. Porque conocer a Francina, reír con ella de sus ocurrencias y sus bromas, contagiarse de su entusiasmo por poder volver a comer todo lo que le gustaba y de su vitalidad por degustar cada nuevo día se convirtió para Marina en aquellos días en un regalo impagable.

Dicen que, cuando alguien tiene que pasar por una situación complicada, lo que más agradece es estar acompañado por otro alguien que está pasando por lo mismo. Marina entendió esos días que Francina era, ni más ni menos, lo que ella más necesitaba en aquellos momentos.

Con aquella niña tan intrépida no habían podido las bombas y ahora tampoco conseguirían doblegarla unas cuantas piedras. Y a Marina tampoco.


Estrella Pisa
30 de Junio de 2016

A Francina,
A mi abuelo Angel y al entrañable Lorenzo, dos soldados desconocidos, pero muy queridos y recordados.





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