El Coleccionista de Emociones



Miraba a su alrededor con unos ojos muy abiertos y expresivos, como si quisiera captar  hasta el más insignificante detalle de cuanto aconteciese en su entorno. Se mostraba jovial, desenfadado, encantador. Pero, en el fondo, era un ser extraño.

A menudo solía reírse de sí mismo y de cuanto le había sucedido en los últimos tiempos, pero en ningún momento parecía dispuesto a bajar la guardia y a dejarse ver por los demás tal y como en verdad él era: alguien lleno de miedos y dudas sobre sí mismo y sobre sus relaciones con los demás.

Le gustaba alardear de sus conquistas sentimentales y de la mucha facilidad con que se olvidaba de aquellos cuerpos de “usar y tirar” cuyos nombres desconocía y cuyas caras ni siquiera se había parado nunca a mirar. Él, cuyos ojos daban la impresión de querer absorber el mundo en su totalidad, en realidad no veía, porque su mente no quería ver. La tenía herméticamente cerrada, hasta el punto de que nada que proviniese del exterior parecía afectarle lo más mínimo. Era como si tras sus ojos hubiese puesto a un vigilante que le prohibiese la entrada a todos los estímulos que pudiesen traducirse al lenguaje emocional. Porque aquel hombre también se había negado a experimentar sentimientos. No quería querer ni que le quisieran, porque en su mundo el amor equivalía a sufrimiento y él no quería sufrir más.
Quizá por eso su corazón también se había paralizado y llevaba años durmiendo por algún rincón olvidado de su vida, una vida que no siempre había sido así…

De muy joven había experimentado el amor, entregándose por completo a sus delicias. Se había dejado llevar por una pasión desatada, incontrolable, sin medida, que había acabado desbordándole toda su existencia, impregnando con sus aromas de fuego cada rincón de su mundo adolescente. A diferencia de años después, en aquella época sólo abría los ojos para ver amor por todas partes, porque todo se reducía para él a esa palabra. Perdió el interés por los estudios y por la idea de labrarse un buen futuro, arrinconando todos sus antiguos planes, para dedicarse íntegramente a tratar de ser feliz junto a su dama.
Pero resultó que su dama tenía ambiciones que él no podía satisfacer, porque para alcanzarlas hacía falta algo más que un inmenso amor. Con éste no se compraban las joyas, ni los coches, ni las casas. Y un día ocurrió lo que se veía venir: su dama le sustituyó por otro caballero menos cariñoso, pero más solvente.

Él pasó mucho tiempo recluido en su dolor, lamentándose por haberla perdido a ella, pero también por haber malgastado un tiempo precioso soñando con ella mientras dejaba pasar de largo todas las oportunidades que se le presentaban. En ese tiempo derramó todas sus lágrimas y el corazón se le acabó endureciendo, hasta el extremo de sentir que nunca más podría el amor atravesar sus membranas para hacerse un hueco en él.

Transcurrieron algunos años, en los que viajó por el mundo en busca de fortuna. Conoció a muchas mujeres, pero nunca amó a ninguna, ni permitió que le amasen. Se limitaba a ofrecerles cosas traducibles a dinero porque estaba convencido de que aquello era lo único que ellas esperaban de él: buenos ratos de cama y un poco de lujo.
Pero, en el fondo, él sabía que él no era así y le dolía tener que pasarse la vida fingiendo ser un personaje libertino y sin escrúpulos; aunque se negaba a desprenderse de la máscara, porque temía volver a entregarse con toda el alma y que otra mujer se volviese a reír de él. Estaba convencido de que su pobre corazón no lo resistiría.

Así fue como un día decidió poner en marcha una estrategia muy singular para aliviar un poco aquel dolor: Se autopermitiría experimentar de nuevo emociones, pero no se las demostraría a los demás, sino que se dedicaría a coleccionarlas dentro de sí. Igual que otros coleccionaban cromos, o sellos o mariposas, él coleccionaría lágrimas, suspiros, sensaciones placenteras, versos de amor, pasiones secretas, olores mágicos, sentimientos de rabia, de miedo, de alegría o de dolor. Emociones todas ellas que perderían la vida tras estamparlas en su álbum, para pasar a ser como cromos o insectos disecados. Desactivadas de toda su carga afectiva no le representarían ningún riesgo de conducirle hacia la pena o la melancolía.

Y fruto de sus nuevos encuentros con mujeres, empezó su colección. Logró mantener alguna relación semi-estable movido por los sentimientos que él sabía que aquella mujer le despertaba, pero sin demostrárselos abiertamente. Se engañaba a sí mismo intentando convencerse de que lo tenía todo bajo control, porque su preciada colección de emociones dormía bajo llave en su corazón. No sospechaba entonces que el control siempre es una mera ilusión en la que a todos nos gusta creer, pero que a todos, en el momento en que menos lo esperamos, se nos acaba escapando de las manos.

En realidad, se sentía como si fuese dos personas a la vez: un hombre que reía ante los demás y otro hombre que se derramaba en lágrimas cuando nadie le veía. Porque un día el vigilante que custodiaba sus entradas visuales se durmió de aburrimiento y los ojos de nuestro hombre no pudieron evitar fijarse en una mujer que no se parecía a ninguna de cuantas había conocido hasta entonces y, automáticamente, la mente se le abrió y entraron en ella todos los estímulos que llevaban años haciendo cola ante la puerta de su fortaleza. Aquella nueva mujer no buscaba juegos de cama, ni dinero, sino únicamente AMOR. Y parecía convencida de que en él podría encontrarlo. El sentía lo mismo por ella, pero le invadían mil temores. Temía volver a sufrir y hacerla sufrir a ella, pero su mente ya no podía controlar aquella situación por más tiempo. Porque los nuevos estímulos recibidos se habían convertido en impulsos eléctricos que habían viajado desde su cerebro hasta su corazón y allí habían conseguido activar de nuevo todas y cada una de las emociones guardadas y ahora éstas se le desbordaban por todas sus entradas sensoriales.  Sus ojos lloraban, sus oídos se dignaban a escuchar lo que hasta entonces se habían negado a oír, sus manos acariciaban, sus labios besaban y sus brazos se abrían para dar cobijo a su verdadero amor…

Nunca más miró sin ver, ni guardó para sí su dolor.




                                                                                      Estrella Pisa.

                                                                              14 de Febrero de 2002.


                                                                     A dos amigos a quienes quiero mucho y cuyo amor no pudo ser por el mucho miedo que padecen los dos a querer y a permitir que les quieran.                                                              

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